El nombre de la cosa

El nombre de la cosa


Parece una historia extraída de la novela de Umberto Eco, quien según confesión propia, escribió El nombre de la rosa porque un día se levantó con ganas de matar a un sacerdote. De febrero a julio de este año en La Habana aparecieron los cadáveres de dos curas españoles asesinados, algo tan inusual que repercutió en los cuatro puntos cardinales.

Una colega norteamericana escribió una vez que a La Habana la gobernaban los rumores, el 95% de los cuales eran ciertos. En efecto, los comentarios sobre ambos crímenes, omitidos por la prensa cubana por una combinación de sensibilidad y práctica consuetudinaria, circularon ampliamente por la capital y aun por el país, porque la autarquía noticiosa es cosa del pasado, entre otras razones por el impacto de las redes de correo electrónico, el acceso a Internet --por limitado que sea-- y la entrada de una tecnología de TV satelital conocida popularmente como “la antena”, que las leyes cubanas limitan a personal extranjero, pero penetra camuflada por las aduanas o se vende ilegalmente a los nacionales por parte del personal técnico involucrado en esos servicios.

Los padres Eduardo de la Fuente Serrano, de 61 años, párroco de la iglesia de Santa Clara, en la barriada de Lawton, y Mariano Arroyo Murino, de 74, quien ejercía su labor pastoral en el templo de Regla, al otro lado de la bahía, fueron ultimados el 13 de febrero y el 13 de julio, respectivamente, como prefigurando una especie de lógica o plan siniestro que despertó sutilezas en algunos observadores, pero al final resultó ser obra de la sempiterna casualidad. De acuerdo con la información disponible, el primer crimen lo determinó la ruptura del sacerdote con su pareja, un joven que desconocía su condición de tal y lo tenía por un empresario español. Así lo dijo la Iglesia cubana, obviando sin embargo que el religioso --por otra parte muy estimado por su calidad humana en el barrio donde ejercía su ministerio-- era gay. Si de la Fuente fue apuñalado por su pareja y arrojado en una cuneta del municipio Bauta, en las afueras de La Habana, Arroyo resultó amarrado, masacrado y quemado por un despreciable ladrón que trabajaba de custodio en la parroquia reglana. Pero como lo subrayó la propia Iglesia, no hubo conexión alguna entre los acontecimientos, más allá de la entrañable amistad entre ambos clérigos, que compartían la misma nacionalidad, propósitos y misión.

Ambos sucesos, indicadores de la creciente espiral de violencia que recorre a la sociedad cubana, suelen aparecer sobredeterminados en el discurso por presunciones no cuestionadas. La primera es una visión de la realidad eclesial que parece maniatada por los años sesenta y desconoce los impactos del diálogo Iglesia-Estado --sobre todo después de la visita de Juan Pablo II, en 1998--, en el que las zonas de confluencia y entendimiento son mucho menores que las de desencuentro o fricción. Y no hay razones para pensar que en esta área se vayan a producir retrocesos, sino más bien todo lo contrario. Se ve que “los sacerdotes molestan”, declaró un familiar de Arroyo como si a lejana Cantabria no hubiera llegado el eco de estos tiempos donde los misioneros extranjeros --la mayoría españoles y latinoamericanos-- desarrollan su labor en Cuba normalmente y de manera creciente, y donde la religión ha perdido su carácter de estigma y exclusión social, como ocurrió durante la época del llamado ateísmo científico.

La segunda es que el asesinato de Arroyo Murillo se quiso asociar con “cultos satánicos afrocubanos”, lo cual no hace sino reiterar el viejo estigma que pende desde Occidente sobre la santería, un sistema religioso-cultural que tiene en el carácter una de sus apoyaturas fundamentales para el crecimiento espiritual de las personas. Sus practicantes no se dedican a la brujería, ni a ejercer el mal, pero al asumirse como una suerte de capítulo local del vudú, aquellos cargan con un fardo sustentado en la ignorancia y en la idea de que todo lo proveniente de África resulta incivilizado y bárbaro, un evidente lastre colonialista a pesar de que la santería cubana hoy se ha expandido por todo el globo, Madre Patria incluida. Y por paradoja el sacerdote, según diversos testimonios, era de esos que no comulgaban con semejante perspectiva e incluso se acercaba al sincretismo religioso de una manera bastante liberal respecto a la clásica posición de la Iglesia, para la cual la Regla de Ocha es cosa menor y a la larga subsumida dentro del catolicismo.

Se trata de dos execrables sucesos en los que sin dudas la justicia tomará su curso, pero desinformación y prejuicio son aquí el nombre de la cosa.



Alfredo Prieto. Ensayista y editor cubano. Reside en La Habana.

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